t r e c e

De la amplia costanera de Gualeguaychú, la parte más linda es la más cercana al centro. Hay allí una vereda cubierta de adoquines y de bancos y faroles, una baranda de cemento para acodarse y mirar el río, una cadena marinera, de esas de eslabones gigantes, que separa la vereda de la calle… Al otro lado de la calle, un edificio enorme, paredes de chapas bordó. Una fábrica. Abandonada, si hay que creerles a los murales pintados sobre el zinc: apologías de la ecología, del trabajo, del deporte, un avión soltando bombas sobre una ciudad, personas arrastrando carritos llenos de cartón. Detrás de los murales empieza a caer el sol: la sombra de la fábrica domina la calle y ya amenaza la vereda.

Mario ha estacionado el 147 junto a un farolito y yo contemplo el paisaje desde uno de los bancos. Ahora la vista se me va más allá, salta la baranda y el río incluso, y salta de rama en rama en el frondoso verde de los árboles del otro lado. Y arriba el cielo, que ya no luce el esplendor del mediodía en Ceibas pero nos ofrece una belleza mansa, escrupulosa. El viento fresco que viene del río y de los árboles es un alivio, después de tanto calor.

Estoy sentada en el costado izquierdo del banco. En el medio está Rosana. A la derecha, Mario. Entre las piernas de Rosana, sobre el suelo, hay apoyada una canasta. En la canasta vino con nosotros la virgencita profética, que Rosana sacó de allí y apoyó en el banco, entre su cuerpo y el mío. La virgencita profetiza en silencio. En la canasta vino con nosotros también el equipo de mate. Me ofrecí para cebar y Rosana me dio el termo, el mate, la bombilla, el azucarero y yerbero, el repasador para apoyar, todo sin decirme una palabra. Cebo el mate. Soy meticulosa: me siento observada, evaluada. Tomo el primero. El polvillo se la yerba se me enreda en la garganta y me hace toser. Me preguntan los dos si estoy bien, les respondo que sí; me pregunta Rosana si el agua está bien, también le respondo que sí. Cebo el segundo mate y se lo doy a ella.

Mario enciende su primer cigarrillo del viaje. Reina el silencio.

Lanchas y catamaranes rayan el río. Luego unos botes: el torso esculpido de los remeros, rodilla en tierra, músculos brillosos al sol, parecen sacados de una estampa de la Grecia clásica. Así, como esas embarcaciones, se va la tarde.

—¿Este es el río Uruguay? —pregunta Rosa al rato.
—No —dice Mario—. Es el río Gualeguaychú. Es un brazo del Uruguay.
—No sabía que había un río Gualeguaychú —dice Rosana.
—Muchas veces las ciudades llevan el nombre del río que las cruza —digo.
—El agua tiene un poco gusto a cloro, ¿no? —dice Rosana, chupando su quinto o sexto mate.
—Yo no lo noté —dice Mario.
—Creo que no tiene… —digo.
—Ay, sí. Tomá, es horrible, no quiero más —me lo devuelve, sosteniéndolo con el extremo de dos dedos, como si le diera asco. Está a la mitad, así que lo vuelvo a llenar de agua y lo tomo. En realidad, un poco de gusto a cloro tiene, sí, pero no es para tanto escándalo. Creo.

Pasa un rato. Mario prende otro cigarrillo. ¿Estoy contando sus cigarrillos? Es él quien habla:

—No se me ocurre ninguna ciudad que lleve el nombre del río que la cruza.

Se ha inclinado al hablar, para que su mirada sorteara a Rosana y llegara hasta mí.

—Bueno, por ahí no son muchas —digo—. Pero de Río Primero a Río Cuarto en Córdoba, ya tenemos cuatro.
—Es verdad —contesta él—. Paraná también.
—Paraná —asiento—. Luján.
—Sí, hay varias —dice Mario.
—Amor, ¿me acompañás a comprar cigarrillos? —le pide Rosana. Creo que es la primera vez que la escucho llamarlo amor.
—¿No te queda ninguno?
—No.
—Cuando yo recién agarré, quedaban…
—Quedaba uno y me lo fumé recién.
—Ahora cuando vamos compramos…
—No, Amor, yo quiero ahora.
—Rosi, justo ahora estamos acá… ¿por qué no me dijiste antes?
—Porque me quedé sin cigarrillos ahora.
—¿Dónde hay un kiosco? —Mario se da vuelta para mirar. Sus ojos se chocan con los murales.
—No sé, pero lo buscamos, alguno tiene que haber. Vamos una corridita los dos y volvemos.
—Vamos los tres, Ro, no la vamos a dejar a Ligia sola.
—¿Por qué no? Que se quede a cuidar las cosas.

Se quedan mirándose fijo un instante. Dos, tres, muchos instantes. Como si quisieran petrificarse. El que pestañea pierde. El que se mueve la liga. Virgencita profética, decí algo.

—Bueno, vamos —dice Mario. Y cuando ya se levantaban, los interrumpo:
—Dejen que voy yo.

Se quedan mirándome un poco sorprendidos. De nuevo, instantes de silencio. Naturalidad, me digo. Le pregunto a Rosana qué cigarrillos quería. Marlboro box. Mario me da un billete de cinco. Ahora vuelvo, digo. Camino hacia alguna parte.


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