c i n c o

La vieja ya no está junto a la puerta cuando regreso con la plata. Aunque me desagrade admitirlo, eso me alivia. De nuevo junto al mostrador, le alcanzo a la empleada el billete de diez pesos que me dio Mario, Rosana toma el paquete con las empanadas y yo la botella. Rosana me mira ofuscada mientras nos alejamos.

Algidos, era.

Lo pronuncia así, algidos, con acento en la i.

—¿Qué?
—La que faltaba: muy fríos.

Me lleva unos instantes entender lo que quiere decirme.

Álgidos —corrijo—. ¿Cómo la supiste?
—Bueno, álgidos, total… Lo miré en las soluciones. ¿Te dijo algo Mario, si ya estaba?
—Me dijo que en cinco minutos. Voy a comerme una, sabés, me muero de hambre.

Rosana dice que va a ver si encuentra algo interesante en el sector de artesanías. Estoy por decirle algo del cuero de vaca, pero no lo hago. Me acomodo en la misma mesa de antes, una de las pocas que quedan libres. No sé de dónde aparecieron tantos comensales. Además, por supuesto, de los turistas que no paran de gritar: me hacen pensar en la sobremesa de una comilona medieval, todos rechonchos y borrachísimos y a punto de meterse en un salón y armar una orgía de novela. Por sus caras parecen, en efecto, con ganas de armar una orgía. Pero dejo de pensar en ellos porque tengo hambre y un paquete con comida frente a mí.

Qué decepción.

Estas empanadas son un fiasco. Secas, duras, como si llevaran cocinadas y esperando que las vendan desde hace una semana. He sido presa de un engaño: el aroma que sentí no podía provenir de estas empanadas. Muerdo una, todavía con la vaga ilusión de que su sabor me sorprenda. Pero a veces las apariencias no engañan. Es muy fea.

Como sin mayores lamentos, de todas maneras, porque tengo hambre. No puedo evitar sentirme un poco culpable, porque compramos esas empanadas por iniciativa mía y ahora Rosana y Mario tendrán que comerlas. O no tendrán, pero se las comerán igual. Mario no va a decir nada, tan cerrado como es: solo va a pensarlo. Rosana, en cambio, algún comentario va a hacer… La busco con la vista. Está caminando entre las pequeñas góndolas de artesanías. Mira el cuero de ochocientos pesos. Después se acerca al mostrador, seguro que para preguntar precios. A los de la orgía ya les han servido los postres: están un poco más cerca del sexo grupal e indiscriminado. Seguro que están así de eufóricos porque no comieron unas empanadas como las de nuestro paquete. Estas empanadas son capaces de arruinar cualquier orgía. Me comí una, quedan ocho. Los reproches de Mario y Rosana…

De repente, un tipo se sienta a mi mesa, frente a mí.

—Hola —dice.

Su sonrisa trasluce algo de súplica. Está pálido y despeinado y un poco agitado y tiene los ojos muy abiertos. ¿De dónde salió? No lo vi llegar de ninguna parte: de pronto estaba sentado ahí. Debe tener más o menos mi edad. No me sale ni un hola de respuesta.

—Disculpame —sigue diciendo—, no quiero joderte, pero dejame que me quede acá unos minutos por favor.
—¿Qué pasa? —miro alrededor. Imagino patrulleros que rodean el restorán, policías de civil que caminan entre las mesas, muestran credenciales, piden documentos. Pero no hay nada de eso.
—Nada, no pasa nada, pero por favor dejame quedarme.
—Mirá, si querés quedarte me tenés que decir.
—Sí, tenés razón —admite después de una pausa—. ¿Me puedo comer una empanada?

Parece tranquilo pese a parecer asustado, como si en el fondo sintiera que controla la situación. Le respondo que sí pero que no están muy ricas.

—Tengo que pasar desapercibido en este lugar —dice mientras toma una.
—¿Desapercibido para quién?

Me mira con un gesto de desconcierto. Completo:

—Porque para mí hubieras pasado más desapercibido si ni te me arrimabas.


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