c a t o r c e

Rodeo la fábrica de los murales. Al otro lado hay una placita y, un poco más allá, unos baños públicos. A las mujeres les cobran cincuenta centavos y a los varones lo mismo solo si quieren usar un inodoro. Para ducharse, un peso. Más allá hay una feria hippie. Junto a la feria, un kiosco. Voy hasta allí y compro los cigarrillos. Los guardo, junto con el vuelto, en el bolsillo del saquito que me puse cuando decidí venir a comprar, porque a la sombra ya ha refrescado bastante. Voy a tener que sacar la campera, pienso, que me traje en el baúl del auto.

Camino hasta la feria hippie. No es que me interese, en realidad quiero hacer tiempo. Dejar que Rosana y Mario arreglen lo que tengan que arreglar, si es que tienen algo que arreglar. Darles un poco de intimidad, en todo caso. Tenemos que convivir, ¿cuántas…?, veintitantas horas más… ¿Puede ser que para escaparme de un infierno —un pequeño infierno florido— me haya metido en otro peor? Lo que quiero es estar un rato sola, respirar, dejarme llevar por el viento del río, los árboles de la otra orilla, ese aire de paz. Ya sé, no voy a ir a la feria pedorra esa: mejor me voy a caminar por la costanera, a alejarme un poco, a sentarme sola en un banco y cerrar los ojos y sentir el sol despedirse detrás de mí.

Lo hago. Me alejo tres o cuatro cuadras hacia el sur, hacia donde creo que es el sur. Ahí ya no hay más bancos en la vereda; la costanera sigue siendo muy linda, pero pierde pintoresquismo; ya estoy en la zona del puerto. Sobre el adoquinado de la vereda hay unos adornos gigantescos: anclas y eslabones de cadenas de barcos. El ancla es más alta que yo; los eslabones, tan anchos que no me alcanzarían los brazos si quisiera decir que son así de anchos. También hay un cañón, pero no es tan grande. Más lejos, un barco amarrado a la orilla. Es pequeño. Será un pesquero, imagino. Lo imagino en plena faena, sacudido por las olas, los pescadores sosteniéndose los sombreros para que no se los lleve el vendaval pero sobre todo protegiendo su carga, su valiosa carga, miles de pescados envueltos en redes a punto de perderse… Los pescadores que abundan allí, junto a los que voy pasando mientras camino hacia el barco, están mucho más tranquilos. Desde gordos de sombrero que alardean con sus cañas y sus reels profesionales hasta niños incapaces de arrojar el anzuelo más allá de un par de metros. Otros niños no tienen cañas sino barriletes. ¡Cuánto tiempo hacía que no veía una banda de pibes remontando barriletes! Flameaban sobre el río, multicolores, radiantes al sol que les regalaba a ellos sus últimos rayos.

El barco, el pesquero heroico de mis fantasías, no es más que una carraca desolada, casi los pedazos de un barco abandonados a su suerte. En la cubierta se ven muchas tablas levantadas; lo que debió ser la cabina se alza casi en ruinas, y por un hueco que debió ser la escotilla, por donde se bajaría a una especie de bodega, se ve sólo un montón de trastos, hierros cruzados, alguna caja, porquerías, nada que estimule mi imaginación ni mis repentinas ansias de salir a navegar. El nombre del barco se dibuja en letras amarillas sobre un fondo rojo, borrosas pero legibles: Amberes.

Permanezco un largo rato mirándolo. El tiempo pasa lento, como si contemplase una tumba.

Las lanchas, mientras, siguen salpicando de espuma blanca la superficie del río. En la orilla de enfrente, a la altura de donde estoy ahora, un grupo de siete u ocho chicos y chicas abarrotan un pequeño muelle: mallas, cabellos rubios, una guitarra. ¿Qué cantan? Están lejos, no escucho… ¿o soy yo la que está lejos? Los rayos del sol les incendian el pelo. Si yo estuviera con ellos y alguien me mirara desde la costanera, desde donde estoy, el sol resaltaría el colorado de mi pelo. Se me vería como un fósforo, pensé. Me doy gracia, como si me hubiera autocontado un chiste. Un fósforo.

t r e c e

De la amplia costanera de Gualeguaychú, la parte más linda es la más cercana al centro. Hay allí una vereda cubierta de adoquines y de bancos y faroles, una baranda de cemento para acodarse y mirar el río, una cadena marinera, de esas de eslabones gigantes, que separa la vereda de la calle… Al otro lado de la calle, un edificio enorme, paredes de chapas bordó. Una fábrica. Abandonada, si hay que creerles a los murales pintados sobre el zinc: apologías de la ecología, del trabajo, del deporte, un avión soltando bombas sobre una ciudad, personas arrastrando carritos llenos de cartón. Detrás de los murales empieza a caer el sol: la sombra de la fábrica domina la calle y ya amenaza la vereda.

Mario ha estacionado el 147 junto a un farolito y yo contemplo el paisaje desde uno de los bancos. Ahora la vista se me va más allá, salta la baranda y el río incluso, y salta de rama en rama en el frondoso verde de los árboles del otro lado. Y arriba el cielo, que ya no luce el esplendor del mediodía en Ceibas pero nos ofrece una belleza mansa, escrupulosa. El viento fresco que viene del río y de los árboles es un alivio, después de tanto calor.

Estoy sentada en el costado izquierdo del banco. En el medio está Rosana. A la derecha, Mario. Entre las piernas de Rosana, sobre el suelo, hay apoyada una canasta. En la canasta vino con nosotros la virgencita profética, que Rosana sacó de allí y apoyó en el banco, entre su cuerpo y el mío. La virgencita profetiza en silencio. En la canasta vino con nosotros también el equipo de mate. Me ofrecí para cebar y Rosana me dio el termo, el mate, la bombilla, el azucarero y yerbero, el repasador para apoyar, todo sin decirme una palabra. Cebo el mate. Soy meticulosa: me siento observada, evaluada. Tomo el primero. El polvillo se la yerba se me enreda en la garganta y me hace toser. Me preguntan los dos si estoy bien, les respondo que sí; me pregunta Rosana si el agua está bien, también le respondo que sí. Cebo el segundo mate y se lo doy a ella.

Mario enciende su primer cigarrillo del viaje. Reina el silencio.

Lanchas y catamaranes rayan el río. Luego unos botes: el torso esculpido de los remeros, rodilla en tierra, músculos brillosos al sol, parecen sacados de una estampa de la Grecia clásica. Así, como esas embarcaciones, se va la tarde.

—¿Este es el río Uruguay? —pregunta Rosa al rato.
—No —dice Mario—. Es el río Gualeguaychú. Es un brazo del Uruguay.
—No sabía que había un río Gualeguaychú —dice Rosana.
—Muchas veces las ciudades llevan el nombre del río que las cruza —digo.
—El agua tiene un poco gusto a cloro, ¿no? —dice Rosana, chupando su quinto o sexto mate.
—Yo no lo noté —dice Mario.
—Creo que no tiene… —digo.
—Ay, sí. Tomá, es horrible, no quiero más —me lo devuelve, sosteniéndolo con el extremo de dos dedos, como si le diera asco. Está a la mitad, así que lo vuelvo a llenar de agua y lo tomo. En realidad, un poco de gusto a cloro tiene, sí, pero no es para tanto escándalo. Creo.

Pasa un rato. Mario prende otro cigarrillo. ¿Estoy contando sus cigarrillos? Es él quien habla:

—No se me ocurre ninguna ciudad que lleve el nombre del río que la cruza.

Se ha inclinado al hablar, para que su mirada sorteara a Rosana y llegara hasta mí.

—Bueno, por ahí no son muchas —digo—. Pero de Río Primero a Río Cuarto en Córdoba, ya tenemos cuatro.
—Es verdad —contesta él—. Paraná también.
—Paraná —asiento—. Luján.
—Sí, hay varias —dice Mario.
—Amor, ¿me acompañás a comprar cigarrillos? —le pide Rosana. Creo que es la primera vez que la escucho llamarlo amor.
—¿No te queda ninguno?
—No.
—Cuando yo recién agarré, quedaban…
—Quedaba uno y me lo fumé recién.
—Ahora cuando vamos compramos…
—No, Amor, yo quiero ahora.
—Rosi, justo ahora estamos acá… ¿por qué no me dijiste antes?
—Porque me quedé sin cigarrillos ahora.
—¿Dónde hay un kiosco? —Mario se da vuelta para mirar. Sus ojos se chocan con los murales.
—No sé, pero lo buscamos, alguno tiene que haber. Vamos una corridita los dos y volvemos.
—Vamos los tres, Ro, no la vamos a dejar a Ligia sola.
—¿Por qué no? Que se quede a cuidar las cosas.

Se quedan mirándose fijo un instante. Dos, tres, muchos instantes. Como si quisieran petrificarse. El que pestañea pierde. El que se mueve la liga. Virgencita profética, decí algo.

—Bueno, vamos —dice Mario. Y cuando ya se levantaban, los interrumpo:
—Dejen que voy yo.

Se quedan mirándome un poco sorprendidos. De nuevo, instantes de silencio. Naturalidad, me digo. Le pregunto a Rosana qué cigarrillos quería. Marlboro box. Mario me da un billete de cinco. Ahora vuelvo, digo. Camino hacia alguna parte.


d o c e

Cuando me despierto, el sol todavía está allí, dándome en la cara. Siento un gusto raro en la comisura de los labios y me doy cuenta de que había estado durmiendo con la boca medio abierta. El auto sigue parado. Pero cuando alcanzo a entender lo que hay al otro lado de la ventanilla, descubro que ya no estamos en la playa de estacionamiento del supermercado; afuera, junto a nosotros, va y viene mucha gente; de fondo, la horrible música del carnaval.

—Oh, se despertó la Bella Durmiente —dice Rosana con tono de burla.
—¿Dónde estamos?

Se abre la puerta del asiento del conductor. Mario sube al auto. Solo ahora comprendo que antes no estaba.

—¿Conseguiste? —quiere saber Rosana.
—Sí. Había sido que tenés que sacar una entrada general y después si querés ubicación es otra entrada distinta.
—¿Dónde sacaste?
—La tribuna de O Bahía, fila nueve. Es arriba de todo, me dijo.
—¿Cerca del medio? —pregunto.
—Más o menos —dice Mario—. Ah, despertó la muchacha —y pone el motor en marcha.
—Recién abrió los ojos.

El auto arranca. Salimos por una calle de tierra y enseguida tomamos un asfalto.

—Tomá, Ligi —Rosana me da mi entrada—. ¿Tuviste algún sueño feo?
—¿Eh?
—Si tuviste algún sueño feo.
—No sé, no me acuerdo… —digo mientras doblo la entrada por la mitad y la guardo en el bolsillo trasero del pantalón.
—Parecía que te quejabas —dijo Rosana—. Y repetiste tres veces el nombre de Gustavo.
—¿Gustavo? Ay… No sé. Viste que casi nunca me acuerdo de lo que sueño. Dormí mucho, ¿no?
—Dormiste —dijo Mario.
—¿Dije algo más?
—No —dice Rosana.

No sé si creerle.

Pegamos la vuelta. Recién ahora advierto —gracias a que el sol ya no me pega en la cara— que estamos junto al Corsódromo: ahí están las tribunas de tablones, los puestitos de choripanes, los trapitos dando órdenes a los autos… Avanzamos casi a paso de hombre a lo largo de más de una cuadra, hasta que salimos un poco de entre la maraña de gente y Mario puede acelerar.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunto.
—Vamos a la costanera a tomar unos mates —me responde él.

La idea me gusta mucho. Por un momento, me siento casi entusiasmada.


o n c e

Atravesamos un barrio de casas humildes, bajitas, sin revocar, las fachadas cubiertas por un tejido de alambre combado por los años, carteles de «se alquila casa» o «se alquilan cuartos». En las veredas, los niños juegan a la pelota o a las bolitas, sin prestarles ninguna atención a los autos que pasan. Es un paisaje que he visto mil veces, aunque nunca haya estado en Gualeguaychú. Es un paisaje argentino.

Caigo en la cuenta de que, cuando bajé a preguntar por el supermercado, Mario y Rosana apagaron la radio. Pero el silencio ahora parece menos denso, quizá diluido por los gritos de los chicos en las veredas. Una nena grita porque un par de pibitos la corren para mojarla. Grita pero sonríe, ella; corren mientras sonríen, ellos. Son todo sonrisas. Recuerdo aquellas tardes de verano allá en el barrio, jugando al carnaval con los chicos, nos escondíamos entre los yuyos y saltábamos el arroyo que los días de calor era un hilito de agua, nos tiraban bombuchas, el que se moja no se enoja, y un día preparamos nuestra venganza y les tiramos pintura… Estoy melancólica. ¿Es un mecanismo de defensa que, cuando me siento triste, me hace volver a momentos felices? Es que, por un momento, me fui: no estaba en este auto en el que ahora voy en silencio por una ruta provincial, no, por un momento volví a ser la coloradita de piernas locas que corría bajo el rayo del sol y era tan vaga y mamá me llamaba a los gritos: «¡Ligia!, ¡Ligia!», y Ligia era yo, claro, no había otras Ligias en el barrio. Ligia era yo porque mamá había visto la película Quo Vadis. Al menos eso fue en un principio. Ahora soy Ligia porque no podría ser de ninguna otra manera.

—Ésta debe ser la avenida La Palmera —dice Mario, arrancándome de todas mis cavilaciones.

En efecto, llegamos a una rotonda y una pequeña plazoleta con palmeras. Pero veo un cartel, lo señalo:

—No, ahí dice que esta es avenida Rocamora.
—Será más adelante —dice Mario.

Seguimos por el mismo camino. La ruta ha dejado de serlo, se ha transformado en una avenida urbana. Se llama Urquiza: me lo informa también un cartel. Evidentemente, es una de las principales calles de la ciudad; a poco de andar pasamos por las fachadas de todos los bancos, reunidos en un par de cuadras. Pero está todo cerrado, y en la calle no hay nadie. El sol sigue ejerciendo su tiranía. El calor.

—¿Cómo es, «La Palmera» o «Las Palmeras»? —pregunta Mario.

Me lo pregunta igual que Rosana cuando me consulta por palabras de sus crucigramas.

—No sé —digo.

Hemos hecho unas cuadras y el centro comercial parece agotarse. Paramos en un semáforo. Rosana, sin que nadie se lo pida, le pregunta a un viejo que se despereza en la vereda:

—Señor, ¿nos falta mucho para llegar a la avenida La Palmera?

El viejo mira a ambos lados de la calle, mientras da un paso hacia nosotros. Tarda varios segundos en ubicarse. El semáforo se pone en verde, pero no tenemos a nadie atrás que pueda perder la paciencia. Al fin el hombre habla. Le habla a Mario.

—Vaya hasta la esquina, doble a la izquierda y en la primera retome para aquel lado.
—¿Ah, para allá es?
—Sí, como diez cuadras. Se va a dar cuenta porque hay palmeras.
—¿La calle Rocamora es? —dice Mario.
—Sí. Bueno, no. Rocamora es de este lado. Para allá es Primera Junta.

Es Rosana la que le agradece. Después volvemos los tres a nuestro mutismo absoluto. No me gusta cuando nos callamos porque estamos como ausentes. Pero es lo que hay. Alcanzamos la avenida La Palmera-Primera Junta, seguimos las indicaciones del bueno de don Quique, llegamos al Norte.

Cuando Mario apaga el motor, en el estacionamiento del supermercado, les digo a Rosana y Mario que estoy cansada.

—Estoy cansada, mejor los espero acá.
—Bueno —es todo lo que recibo por respuesta.

Los veo alejarse. Caminan uno junto al otro, a un metro de distancia, no se hablan, y si se hablan no se miran, cada uno en su propio túnel.

Prendo la radio. Una canción de los Beatles. Una canción muy triste. No recuerdo cómo se titula, no sé de qué habla, pero la tarareo, me invento los sonidos. Iu andái javmemorís… Me recuesto en el asiento y cierro los ojos. Antes de que termine la canción, estoy dormida.

d i e z

Sr. Turista: no alquile en la vía pública, dice un letrero hecho con madera de cajones de fruta y pintado con brocha gorda.

—¿Por qué será ese cartel…? —digo.
—Es que la gente de acá te alquila la casa y se va —me explica Mario—. Me contaba un amigo, que vino con su novia y una pareja amiga de ellos, que alquilaron una casa y la gente de la casa guardó todas sus cosas de valor en un cuarto, lo cerraron con llave y se fueron, creo que a visitar a unos parientes. Y se hacen unos mangos, creo que sesenta pesos les cobraron, por irse de paseo.
—Es un riesgo —dije yo.
—Sí. Pero la gente de acá es confiada.

Tras una pausa, Mario agrega:

—Además necesitan la plata, y como al corso no van… Esta chica me contaba que el animador del corso pregunta de dónde es el público. Casi todos son de Capital o de provincia de Buenos Aires. El resto, de Santa Fe, por ahí alguno de Córdoba…
—La gente de acá está podrida del corso —sale Rosana de su mutismo.

Después de unos minutos, nos recibe un cartel mucho más formal: Bienvenidos a Gualeguaychú.

—Ligia —me habla Mario—, por qué no te bajás ahí y preguntás dónde tenemos un supermercado donde acepten Leticard.
—¿Qué, hay que comprar algo?
—Sí, nos faltaron algunas cosas. Y más vale que preguntemos.

El lugar que me señala es una casillita muy coqueta, que según los carteles funciona a la vez como agencia de remís y punto de información turística. Bajo del auto y camino hasta allí. Al entrar, me recibe una pareja detrás de un mostrador. Entre los dos deben sumar unos 130 años, aunque no podría acertar en cómo están distribuidos. Me sonríen con cara de ser el matrimonio más feliz de Gualeguaychú.

—Buen día —saludo—, una pregunta: ¿un supermercado donde acepten Leticard por acá…?
—¿Qué es eso? —pregunta el hombre.
—Una tarjeta de crédito, Quique, de Buenos Aires —le dice la mujer, y después se dirige a mí—: Yo veo la propaganda en la tele. Me parece que el único donde aceptan esas tarjetas acá es el Norte.
—Uh, pero está lejísimos —dice Quique.
—Bueno, pero es el único.
—¿Cómo se llega? —quiero saber.
—Mirá, seguís por esta calle unas veinte cuadras y vas a salir a una rotonda. Esa es la avenida La Palmera. Tenés que agarrar esa avenida y doblar a la izquierda, y por esa hacer dos o tres kilómetros más. Y salís justo en el Norte. Si no, tenés el Malambo, otro supermercado, mucho más cerca, a una cuadra de la rotonda.
—Ahí tienen buenos precios —aporta la señora.
—Pero la tarjeta esa seguro que no —dice él.

Les doy las gracias y salgo del local. Mientras camino hacia el auto, repaso la información que acaban de darme; pienso: si Mario quiere usar la tarjeta quizás sea porque se quedó sin plata, o casi. Si es así, puede que estemos en problemas.

Me recibe un silencio espeso. Creo que Rosana y Mario acaban de interrumpir un diálogo; si es así, ha sido por mi llegada. Tengo esa horrible sensación de que la realidad se enturbia, se enreda consigo misma como el adolescente que pega el estirón y no controla las medidas de su propio cuerpo. Por el momento decido no darme por aludida y hacer como si no notase nada. Les cuento mi conversación con el matrimonio feliz.

—Al Norte, entonces —dice Mario.


n u e v e

La estación de servicio parece un hormiguero al que le han dado una patada: la gente va y viene de un lado a otro, como si no tuviese ningún lugar adonde ir pero tampoco se pudiera quedar quieta. Algunos, y sobre todo algunas, se mueven en su sitio, bailando al ritmo de la música del carnaval que suena a todo volumen. Rosana y yo caminamos entre ellos, un poco absortas. Mucha gente conoce incluso las letras de las canciones; primero me sorprendo pero enseguida me doy cuenta de que, claro, no es mucha ciencia: los nombres de las comparsas repetidos una y otra vez. Vamos a pasar frente a un kiosco de diarios, que es desde donde —lo descubro ahora— proviene la música. Dos tremendos parlantes vibran en el techo de la garita. Estaría bien comprar el diario, pienso, enterarme de algo. Pero al llegar junto al kiosco, la decepción. Nada de diarios. Solo revistas, solo chimentos, la nueva casa de Fulana, la fiesta de cumpleaños de Mengana en la isla de Nosequién, Esta y Aquel que luchan por salvar su matrimonio, la frase «tengo las mejores lolas del verano» encima de la foto de una mujer medio desnuda, etcétera.

Entramos en el autoservicio. Esta vez sí nos toca hacer cola para pasar al baño. Adentro no hay nadie pidiendo dinero. Por suerte. Rosana y yo hacemos lo nuestro y nos encontramos en el lavatorio; nos lavamos las manos. Frente a nosotras, un espejo amplio y un poco sucio. El reflejo de Rosana me estaba observando.

—¿Estás bien? —le pregunté.
—Sí.
—¿Seguro?
—Me duele un poco la cabeza, lo único.
—Tomate una aspirina.
—Ya tomé.

Luego cargamos agua en el termo, gracias a un dispensador con forma de termo gigante y marca de yerba. La yerba suave que no afloja porque es de Las Marías. El agua es gratis. Mejor, porque creo que si no de nuevo una de las dos habría tenido que ir a buscar plata al auto.

Cuando volvemos, el 147 es el cuarto en la fila. El que está junto al surtidor ya arranca, así que tercero. Dos tipos en cueros empujan al Peugeot que estaba segundo y ahora llega a la meta. Todos los autos llegan hasta acá a nafta o con los últimos restos de gas, boqueando como un pez fuera del agua. O empujados, como ese Peugeot, a los que ya ni restos les quedaban.

Mario no quiere ir al baño. Sigue serio y ahora parece apurado. No bien el tubo se llena de gas, vuelve a poner el auto en la ruta. Mira la hora, hace algunos cálculos mentales y pronostica:

—Mañana justo a esta hora tenemos que estar volviendo y pasando por este mismo lugar.

Me asomo desde mi asiento para tratar de ver qué hora es en el tablero del coche. Tardo mucho, porque no localizo el reloj.

—La una en punto —dice Mario, que advirtió mis vanos intentos.

¡Qué alivio dejar de escuchar la música del carnaval! Pensar que vamos a eso. Me pregunto, otra vez, ahora por un motivo nuevo, qué estoy haciendo acá. En fin. Ahora la FM que había encontrado Mario sonaba León Gieco. Al menos, ir por la ruta con música de León Gieco tiene otro color. ¿Qué color? Verde. Ir por la ruta es verde, por el pasto de alrededor y porque los carteles de la ruta son verdes. Como ese que ahora cruzamos: Gualeguaychú 7. Ya llegamos.

Una vez alguien me dijo que un viaje es como un hueco en la vida, porque mientras estamos en otra parte podemos jugar a ser otros. Tal vez somos otros. Entonces, de pronto —porque estas cosas siempre ocurren de pronto—, me doy cuenta de que tengo que dejar de preguntarme qué estoy haciendo acá y pensar qué voy a hacer acá. Mi vida y sus adyacencias se quedaron allá, en el barrio, y las retomaré a la vuelta. ¿Por qué no imaginar que todo esto es una mentira, una ficción, y que la narradora soy yo y que me puedo inventar lo que me venga en gana? Puedo inventarme a mí misma, ¿por qué no? Entonces descubro un diablillo que viene a posárseme en el hombro y me increpa: ¿quién te creés que sos? La respuesta no se la tengo que pedir a ningún angelito que aparezca del otro lado, porque además no aparece ninguno. La respuesta me nace a mí naturalmente. Ligia soy, le digo, ¿y qué?

o c h o

La hilera es larguísima: termina en los agotados autos que tenemos ahora frente a nosotros, repta como un lagarto bajo el sol rodeando la parte posterior de la estación de servicio y empieza allá, en los ansiados y escasos tres surtidores de gas. Después de acomodar el 147 detrás de los últimos, Mario apaga el motor. Saca la radio AM que nos aburría desde hace rato y busca algo en FM.

—Qué feas que eran esas empanadas —dice, por fin.

Es la primera referencia a las empanadas desde que salimos de Ceibas. Ahora, quizá aliviado por haber llegado a la estación de servicio —que además nos indica la cercanía de nuestros destino, Gualeguaychú—, Mario parece distenderse.

—Sí, la verdad que eran muy feas —apruebo. Y pienso que si las comimos fue solo porque teníamos mucha hambre. O porque no encontramos nada mejor que hacer.

La fila avanza metro y medio. Mario prende el motor, mueve el coche, apaga el motor. En la radio suena alguien que, si me lo preguntaran en un programa de televisión y debiera arriesgar porque se me acaba el tiempo y me pierdo el millón, diría que es Gloria Estefan.

Muy feas —enfatiza Mario, mirándome por el espejo retrovisor. Trato de percibir el menor indicio de una sonrisa, pero ni la mayor voluntad me hace ver algo como eso.

Y Rosana no dice nada. Sus silencios me incomodan. Desde que salimos de Ceibas y terminó de explicarle a Mario los detalles de su virgencita adivinadora, no volvió a abrir la boca. Salvo para pedir ayuda con sus crucigramas. Me hace sentir incómoda. ¿Le molesta que yo haya venido? ¿Tanto se arrepiente de haberme invitado? ¿Le molestó algo que pasó por el camino? Ella es rara, ya lo sé, pero no rara de esta forma, yo conozco su manera de ser rara y no es eso, está rara conmigo… ¿Habrá pasado algo de lo que no me enteré? ¿Se habrá peleado con Mario, será que él le dijo algo? Pero no, con él no parece ser la cosa… La actitud de él tampoco parece de fastidio: parece solamente que es muy seco y muy serio. No lo conozco mucho, no sé. ¿Me verá como una entrometida? ¿O será solo el gasto imprevisto de Ceibas? Sé que vienen —y yo también, claro— con la plata justa, y capaz que eso les desarticula todos los planes… ¿Puede ser por las empanadas? ¿Pueden ser celos? Celos. Eso no lo había pensado hasta ahora. Rosana a veces me desconcierta. Pensar que cuando recién la conocí llegué a sobrevalorarla tanto que la veía incapaz de sufrir por celos. Tan segura de sí misma como parecía, con las ideas tan claras y firmes… hasta esa noche en su casa en que se puso a largarme todo aquel rollo junto. Me había quedado ahí porque Mario esos días estaba volviendo muy tarde del trabajo y ella estaba convencida de que él se estaba viendo con otra mujer. Según ella, por eso llegaba tan tarde, y por eso cuando se acostaban él se quedaba dormido tan rápido, ni la tocaba. Y yo diciéndole que no fuera paranoica, que no se enloqueciera… y tiempo después comprobó, con el recibo de sueldo y no sé qué otras cosas, que habían sido, de verdad, horas extras. Después de esas largas jornadas laborales, también desapareció la indiferencia nocturna… Celos. Aquella noche me sirvió para conocerla más en serio a Rosana, desde esa noche me di cuenta de que era capaz de sentir celos, de soltar lágrimas y lamentos por creer que su hombre estaba con otra mujer. Cuando pasó más el tiempo, la fui viendo más vulnerable… ¿Podía ser algo así? ¿Qué tenía que hacer? ¿Preguntarle? No me iba a decir que sí. Y si me lo decía, no arreglábamos nada…

—¿No quieren ir al baño? —pregunta Mario. Rosana dice que sí, y yo, claro, que también. De paso, cargamos agua para el mate.