c u a t r o

—Tené cuidado con los charquitos —le advierto. Asiente con un sonido que no le exige despegar los labios. El sol está tan cerca del cenit que nuestros cuerpos casi omiten proyectar sombra sobre el suelo. Sin embargo, apenas levantada sobre el horizonte, veo la luna, pintada como con tiza sobre un pizarrón celeste; se me antoja tan desubicada en este cielo como esos planetas multicolores en los cuadros que los artistas callejeros pintan con aerosol. Le comentaría algo a Rosana si supiera que va a escucharme.

Cuando estamos entrando en el parador le hablo para ver si la extraigo de su encantamiento.

—¿Sentís el olorcito?
—Sí.
—¿Querés terminarlo y que después compremos?
—Ay, sí —se alegra—. Me faltan un par.
—A ver.

Se sienta a la mesa que tiene al lado. A dos metros de nosotros, los turistas hablan cada vez más a los gritos.

—Antiguo nombre de la nota do.
Ut. Ro, ese ya te lo dije un montón de veces.
—Ya sé, pero me olvido.
—¿Falta?
—Sí, una más. Muy fríos.
—¿Cuántas letras?
—Siete. Empieza con a y termina en dos.
—¿Empieza con a?
—Sí.
—No puede ser. Tiene que ser helados. ¿De qué es esa a?

Rosana corrobora la horizontal que la atraviesa.

—De asolaba. Destruía, arruinaba. Esa tiene que estar bien.
—¿Y las otras letras, no hay ninguna palabra que las cruce?
—No.
—Capaz que se equivocaron.

El olor a empanadas está por sacar de quicio mi apetito. Creo que está empezando a dolerme la cabeza.

—Cómo va a estar equivocado.
—¿Qué tiene? Lo hacen personas, pueden equivocarse.
—Los que hacen los crucigramas no se equivocan.
—¿Por qué no compramos las empanadas, Rosana?
—Porque no es helados, no puede ser, tiene que ser otra cosa.
—Compramos y después lo terminás.

Es casi una orden, y ella otra vez accede de mala gana. Nos acercamos al mostrador. Le preguntamos el precio de las empanadas a la empleada: setenta centavos cada una. Nos parece que para los tres una docena son muchas, que nueve estarán bien. Le pedimos nueve empanadas y una botella de gaseosa. Pepsi o Seven Up valen tres pesos, nos explica, las otras marcas dos. Sin consultarme, Rosana pide una de las baratas. De naranja, dice.

Mientras la empleada arma el paquete de empanadas y saca la botella de la heladera, se me ocurre avisarle que en el baño hay una mujer diciéndoles guarangadas a los clientes. Pero prefiero callarme. La tiene que conocer, supongo. La chica apoya el paquete con las nueve empanadas sobre el mostrador.

—Ocho con treinta —dice.

Miro a Rosana. Rosana me mira a mí.

—Contaba con que vos tuvieras —digo.
—Yo dejé todo en el auto, pensando que vos tenías. Como me dijiste vamos a comprar…
—Bueno, esperá acá que voy corriendo.

Voy hasta la puerta dando saltitos y tiro del picaporte. Inútilmente. Quedo en una postura casi imperceptible, casi ridícula. Leo el autoadhesivo: Empuje. Las puertas que se abren hacia afuera no son lo mío, está claro. Hago tres pasos sobre la grava cuando escucho una voz conocida detrás de mí.

—Las ratas miserables son malvenidas en Ceibas.

Ahora la vieja envuelta en trapos está sentada al sol, sobre el piso de baldosas, unos metros más allá de la puerta. Tiene un pañuelo en la cabeza y da la impresión de hablar con los pajaritos que comen sobre las baldosas las migas que ella acaba de arrojarles. Me quedo mirándola incrédula, de nuevo no sé qué hacer, y antes de saberlo la mujer se da vuelta, me mira, me dice:

—Buen día, chica.

La dejo ahí.

No corro. Camino rápido, sí, pensando en la vieja, en el hueco de su boca, en los huecos que dejan en su boca los dientes que no están, en la clase de sonrisa torcida que todos esos huecos dibujan en su cara. Me recorre el cuerpo la incómoda sensación que hasta ahora venía logrando esquivar: la de que, al hecho de sentirme una polizona por haberme incorporado al viaje tan a última hora, la ley de Murphy va a estar a la orden del día: todo lo que pueda salir mal, saldrá mal.

t r e s

Rosana sigue sentada en uno de los asientos traseros del 147, con las piernas apoyadas en el respaldo del conductor y los anteojos sostenidos en la punta de la nariz. Sigue demasiado concentrada en su tarea. Fuma. Cuando me paro a su lado, me habla sin mirarme.

—Cuevas de los osos.
Oseras.

Cuenta los casilleros con la birome, mientras deletrea la palabra moviendo los labios en silencio. Asiente con la cabeza y escribe.

—¿Cómo va esto? —le susurro.

Mario y el mecánico tienen la cabeza dentro del capó y las manos negras de grasa. No hablan.

—No sé. Supuestamente ya falta poco. ¿Vos, hiciste?
—¿Qué cosa?
—Pis. ¿No tenías ganas de hacer pis?
—Sí —respondo. Me pregunto cómo lo sabía, porque cuando salí del auto sólo dije que me iba a dar una vuelta. Enseguida recuerdo que lo estuve repitiendo durante el viaje, antes de que llegáramos a Ceibas—. ¿Sabés qué? Había un olor a empanadas riquísimo. Podemos comprar para almorzar, ¿no te parece?

Rosana mira su reloj.

—Son las doce y media —dice. Parece tan sorprendida por la hora como yo unos minutos antes.
—Sí, por eso digo. ¿Te falta mucho?
—No, algunas. Hijo de Neptuno que sostiene el mundo con sus hombros.
Atlas, tiene que ser.
—Sí, Atlas entra.
—Avisame.

Ahora Mario y el mecánico están parados, muy serios, junto a una mesa bajo el alero del taller. Camino hasta allí. Presto atención al lugar: el taller es, en realidad, el garaje de la casa en la que el mecánico vive con su familia. Antes he visto unos chicos que se asomaban desde adentro, y ahora mi olfato alerta percibe olores típicos —perejil recién cortado, cebolla y ajo rehogándose en la sartén— de una comida que empieza a preparse. Con las manos negras de grasa, el mecánico trabaja sobre una pieza negra de grasa.

—¿Y, qué hay por allá? —me pregunta Mario. También él me habla sin mirarme.
—Nada interesante. Un cuero de vaca pintado como el de un jaguar que venden a ochocientos pesos.

El mecánico tampoco desvía la mirada para hablar.

—Ocelote —dice.
—¿Qué?
—No está pintado como cuero de jaguar. Es como un ocelote.
—Ah —digo con indiferencia. Hago memoria pero no recuerdo ese nombre en mi manual de la primaria. El mecánico, como si siguiera hablando de lo mismo, le indica a Mario que va a instalar la pieza. Por supuesto, yo no tengo ni la menor idea de qué pieza es. Solo sé que Mario calculó mal la distancia hasta la siguiente estación de GNC, así que el gas se acabó y fue necesario cargar nafta, pero el auto no estaba preparado para andar con nafta y por eso, según Mario, iba a hacer falta conectar una manguerita o algo así. Por eso paramos en el primer taller que vimos.

Bueno, también sé que la pieza negra que manipulan desde hace una hora no tiene ninguna manguerita.

—¿Ya está? —consulto.

Me dicen que sí pero que hay que instalarlo y que eso llevará un rato más. Cuánto más, quiero saber, pero no me animo a preguntarlo. Vuelvo a la ventanilla junto a Rosana.

—Lo terminás mientras caminamos hasta allá.
—No.

Le insisto tanto que termina aceptando. Baja del auto en silencio. Se fía de mí: sigue mis pasos sin quitar los ojos de la revista. Tomamos la calle de grava.

d o s


Camino dos pasos y me invade un riquísimo olor a empanadas fritas. ¿Cómo no lo sentí antes? Es como si las ganas de orinar me hubieran obstruido el olfato. Ahora, libre de prisas, puedo percibir los aromas. En especial el que viene de aquel montón de mesas que esos turistas juntaron para darse el gran almuerzo gran. Hay un reloj en la pared: han pasado unos minutos del mediodía y yo estoy apenas con unos mates y un par de medialunas que me comí a eso de las ocho, normal que tenga hambre, qué bien que nos vendrían —que me vendrían— unas empanadas.

Salgo del restorán con la idea de proponerle a Rosana que compremos una docena. Camino unos pasos y me detengo. Me doy vuelta. El reflejo del sol en el blanco encalado de la pared me encandila. ¿Por qué me di vuelta, qué me llama la atención de las letras azules oscuras casi negras que siguen diciendo Parador Ceibas? A través del vidrio, descubro un sector donde venden artesanías; no lo vi cuando estuve adentro. Me acerco otra vez, aprieto la nariz contra el vidrio para ver mejor más allá de mi reflejo: mates, bombillas, yerberos y azucareros, llaveros, soportes para incienso, platos, portarretratos, bombos y todo tipo de adornos con las mismas tres palabras escritas con la misma infantil caligrafía: «Recuerdo de Ceibas». Hay, incluso, un enorme cuero de vaca, pintado de forma muy extraña, con manchas como las de un tigre. ¿O como un jaguar? En la primaria tuve un libro en el que había una clasificación de los felinos según la clase de manchas y, aunque no recuerdo aquellos dibujitos, me parece que estas son como las de un jaguar. Y junto al cuero de vaca pintado como cuero de jaguar hay un pequeño rectángulo de cartulina con un número, ochocientos, y delante del número el signo $. Ochocientos pesos. Qué ladrones.

El sol parece no caber en el cielo de tanto que brilla.

Bajo a la calle de grava que funciona como colectora. El tiempo transcurre como en cámara lenta, salvo en la ruta, donde los autos pasan a todo lo que dan. Camino pisando las piedritas de la calle, escuchando ese ruido tan particular de los pasos sobre las piedritas de una calle. Los cardos junto al camino se parecen muchísimo a los que había en el baldío de al lado de mi casa de cuando era chiquita, la casa de mi infancia, cardos un poco azules y un poco verdes y un poco grises. ¡Hace cuánto que no veía cardos así! Y en la calle, charquitos. Debían ser muy grandes para no haberse evaporado del todo aún; debe haber llovido anoche por acá. Levanto una piedra y la tiro sobre uno de ellos: quiero que el agua salpique y me ensucie las zapatillas. Pero el charco es muy playo, mucho menos de lo que parecía, y el piedrazo apenas remueve la tierra del fondo y forma una pequeña nube marrón en la superficie.

De pronto, siento algo que no sé identificar bien, algo que podría ser decepción o frustración pero que en realidad tiene que ver con que estoy parada en esta calle de tierra, en medio de la nada, bajo este sol que aplasta las lagartijas, un cielo interminable, sola, con hambre… Soy la misma nena que jugaba en aquella casa junto a estos mismos cardos: soy más libre que la libertad. La única diferencia, el único pequeño detalle, es que ahora soy grande. Veinte años más. ¿Veinte años no es nada? Andá a cagar, Gardel. Ni siquiera me acuerdo de cómo tirar una piedra.

u n o

—Me voy a dar una vuelta —le digo a Rosana, porque da toda la sensación de que lo del auto va para rato.

Ella no me responde nada. Está muy concentrada en lo suyo; ni siquiera se ha bajado del coche. Mario sigue adentro del taller. Habla con el mecánico. Mejor dicho: escucha hablar al mecánico, que no para de fumar y mover las manos. Necesito ir al baño. Camino hacia el restorán, bajo el engreído sol del mediodía. La entrada está a unos cien metros, coronada por un letrero gigante en el que se lee: Parador Ceibas. El frente es todo de vidrio, con autoadhesivos que anuncian la venta de sánguches de milanesa y empanadas.

Empujo la puerta y no la puedo abrir. Luego leo: Tire. Buena manera de entrar: una puerta que se abre hacia afuera. Recorro el lugar con la vista, hasta dar con la indicación de que los baños están allá, en la otra punta del salón. No hay cola, por suerte. Voy apurada, entro sin frenarme y me sobresalto: inmensa, envuelta en trapos, con un pantalón de gimnasia azul de esos que ya nadie usa, la mujer está sentada junto a un banco de escuela, sobre el que descansan unos cuantos rollos de papel higiénico y una cajita de cartón con un puñado de monedas en su interior. Parecía estar esperándome: me mira fijo desde el fondo de unos ojos que se extravían en esa cara tan gorda y sin embargo tan vieja, mientras se balancea apenas. No sé cómo la miro ni qué cara pongo, pero le doy los buenos días. Ella —como Rosana— tampoco me responde. Bueno, emite una especie de gruñido apenas audible, que no cuento como respuesta. Junto a ella, pegado en el azulejo, un papel asegura: «Su colaboración es mi sueldo».

Paso a uno de los dos minúsculos cuartitos habilitados y, sin prestar atención a la mugre ni al mal olor, hago pis. Ese placer único de despojarse de los líquidos sobrantes. No tengo monedas, pienso de pronto, no sé bien por qué. Sólo me queda un billete de dos pesos. Me gusta dejar algún dinero en los baños públicos siempre que hay alguien, aunque sea algo simbólico, como una forma de agradecimiento, aunque tantas veces haya tan poco para agradecer. Pero no le voy a dejar dos pesos. Además es lo último que me queda, así que menos.

Salgo del cubículo. Me mojo las manos en el lavatorio, las sacudo para secarlas un poco, le hago una sonrisa de compromiso a la vieja y cuando ya voy cruzando la puerta, escucho su voz gredosa y desdentada a mis espaldas.

—Las ratas miserables son malvenidas en Ceibas.

Su dicción y la sorpresa me hacen dudar de si he escuchado bien. Pero después de un segundo me doy vuelta.

—¿Qué?
—Nada, buen día, chica —dice la vieja y sigue con su balanceo apenas perceptible, ahora con los ojos clavados en los rollos de papel higiénico.

Siento que se me viene la sangre a la cara y me pongo roja de indignación y de furia, se me apelotonan en la garganta todas las groserías que conozco, vieja maleducada de mierda, pero no digo nada. Ahora soy yo la que no responde. Vuelvo a girar y salgo. Después me diré que hice bien en no rebajarme, en no ponerme a su nivel. Pero me quedo con toda la bronca atragantada, me arrepiento de no haberla mandado a la mierda sin vueltas, durante varios minutos no haré otra cosa que imaginar lo que tendría que haber respondido, las palabras exactas que tendría que haberle dicho. Me quedaré, como decía un amigo, peleando con un fantasma.