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Rosana sigue sentada en uno de los asientos traseros del 147, con las piernas apoyadas en el respaldo del conductor y los anteojos sostenidos en la punta de la nariz. Sigue demasiado concentrada en su tarea. Fuma. Cuando me paro a su lado, me habla sin mirarme.

—Cuevas de los osos.
Oseras.

Cuenta los casilleros con la birome, mientras deletrea la palabra moviendo los labios en silencio. Asiente con la cabeza y escribe.

—¿Cómo va esto? —le susurro.

Mario y el mecánico tienen la cabeza dentro del capó y las manos negras de grasa. No hablan.

—No sé. Supuestamente ya falta poco. ¿Vos, hiciste?
—¿Qué cosa?
—Pis. ¿No tenías ganas de hacer pis?
—Sí —respondo. Me pregunto cómo lo sabía, porque cuando salí del auto sólo dije que me iba a dar una vuelta. Enseguida recuerdo que lo estuve repitiendo durante el viaje, antes de que llegáramos a Ceibas—. ¿Sabés qué? Había un olor a empanadas riquísimo. Podemos comprar para almorzar, ¿no te parece?

Rosana mira su reloj.

—Son las doce y media —dice. Parece tan sorprendida por la hora como yo unos minutos antes.
—Sí, por eso digo. ¿Te falta mucho?
—No, algunas. Hijo de Neptuno que sostiene el mundo con sus hombros.
Atlas, tiene que ser.
—Sí, Atlas entra.
—Avisame.

Ahora Mario y el mecánico están parados, muy serios, junto a una mesa bajo el alero del taller. Camino hasta allí. Presto atención al lugar: el taller es, en realidad, el garaje de la casa en la que el mecánico vive con su familia. Antes he visto unos chicos que se asomaban desde adentro, y ahora mi olfato alerta percibe olores típicos —perejil recién cortado, cebolla y ajo rehogándose en la sartén— de una comida que empieza a preparse. Con las manos negras de grasa, el mecánico trabaja sobre una pieza negra de grasa.

—¿Y, qué hay por allá? —me pregunta Mario. También él me habla sin mirarme.
—Nada interesante. Un cuero de vaca pintado como el de un jaguar que venden a ochocientos pesos.

El mecánico tampoco desvía la mirada para hablar.

—Ocelote —dice.
—¿Qué?
—No está pintado como cuero de jaguar. Es como un ocelote.
—Ah —digo con indiferencia. Hago memoria pero no recuerdo ese nombre en mi manual de la primaria. El mecánico, como si siguiera hablando de lo mismo, le indica a Mario que va a instalar la pieza. Por supuesto, yo no tengo ni la menor idea de qué pieza es. Solo sé que Mario calculó mal la distancia hasta la siguiente estación de GNC, así que el gas se acabó y fue necesario cargar nafta, pero el auto no estaba preparado para andar con nafta y por eso, según Mario, iba a hacer falta conectar una manguerita o algo así. Por eso paramos en el primer taller que vimos.

Bueno, también sé que la pieza negra que manipulan desde hace una hora no tiene ninguna manguerita.

—¿Ya está? —consulto.

Me dicen que sí pero que hay que instalarlo y que eso llevará un rato más. Cuánto más, quiero saber, pero no me animo a preguntarlo. Vuelvo a la ventanilla junto a Rosana.

—Lo terminás mientras caminamos hasta allá.
—No.

Le insisto tanto que termina aceptando. Baja del auto en silencio. Se fía de mí: sigue mis pasos sin quitar los ojos de la revista. Tomamos la calle de grava.

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