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Camino dos pasos y me invade un riquísimo olor a empanadas fritas. ¿Cómo no lo sentí antes? Es como si las ganas de orinar me hubieran obstruido el olfato. Ahora, libre de prisas, puedo percibir los aromas. En especial el que viene de aquel montón de mesas que esos turistas juntaron para darse el gran almuerzo gran. Hay un reloj en la pared: han pasado unos minutos del mediodía y yo estoy apenas con unos mates y un par de medialunas que me comí a eso de las ocho, normal que tenga hambre, qué bien que nos vendrían —que me vendrían— unas empanadas.

Salgo del restorán con la idea de proponerle a Rosana que compremos una docena. Camino unos pasos y me detengo. Me doy vuelta. El reflejo del sol en el blanco encalado de la pared me encandila. ¿Por qué me di vuelta, qué me llama la atención de las letras azules oscuras casi negras que siguen diciendo Parador Ceibas? A través del vidrio, descubro un sector donde venden artesanías; no lo vi cuando estuve adentro. Me acerco otra vez, aprieto la nariz contra el vidrio para ver mejor más allá de mi reflejo: mates, bombillas, yerberos y azucareros, llaveros, soportes para incienso, platos, portarretratos, bombos y todo tipo de adornos con las mismas tres palabras escritas con la misma infantil caligrafía: «Recuerdo de Ceibas». Hay, incluso, un enorme cuero de vaca, pintado de forma muy extraña, con manchas como las de un tigre. ¿O como un jaguar? En la primaria tuve un libro en el que había una clasificación de los felinos según la clase de manchas y, aunque no recuerdo aquellos dibujitos, me parece que estas son como las de un jaguar. Y junto al cuero de vaca pintado como cuero de jaguar hay un pequeño rectángulo de cartulina con un número, ochocientos, y delante del número el signo $. Ochocientos pesos. Qué ladrones.

El sol parece no caber en el cielo de tanto que brilla.

Bajo a la calle de grava que funciona como colectora. El tiempo transcurre como en cámara lenta, salvo en la ruta, donde los autos pasan a todo lo que dan. Camino pisando las piedritas de la calle, escuchando ese ruido tan particular de los pasos sobre las piedritas de una calle. Los cardos junto al camino se parecen muchísimo a los que había en el baldío de al lado de mi casa de cuando era chiquita, la casa de mi infancia, cardos un poco azules y un poco verdes y un poco grises. ¡Hace cuánto que no veía cardos así! Y en la calle, charquitos. Debían ser muy grandes para no haberse evaporado del todo aún; debe haber llovido anoche por acá. Levanto una piedra y la tiro sobre uno de ellos: quiero que el agua salpique y me ensucie las zapatillas. Pero el charco es muy playo, mucho menos de lo que parecía, y el piedrazo apenas remueve la tierra del fondo y forma una pequeña nube marrón en la superficie.

De pronto, siento algo que no sé identificar bien, algo que podría ser decepción o frustración pero que en realidad tiene que ver con que estoy parada en esta calle de tierra, en medio de la nada, bajo este sol que aplasta las lagartijas, un cielo interminable, sola, con hambre… Soy la misma nena que jugaba en aquella casa junto a estos mismos cardos: soy más libre que la libertad. La única diferencia, el único pequeño detalle, es que ahora soy grande. Veinte años más. ¿Veinte años no es nada? Andá a cagar, Gardel. Ni siquiera me acuerdo de cómo tirar una piedra.

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