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—Me voy a dar una vuelta —le digo a Rosana, porque da toda la sensación de que lo del auto va para rato.

Ella no me responde nada. Está muy concentrada en lo suyo; ni siquiera se ha bajado del coche. Mario sigue adentro del taller. Habla con el mecánico. Mejor dicho: escucha hablar al mecánico, que no para de fumar y mover las manos. Necesito ir al baño. Camino hacia el restorán, bajo el engreído sol del mediodía. La entrada está a unos cien metros, coronada por un letrero gigante en el que se lee: Parador Ceibas. El frente es todo de vidrio, con autoadhesivos que anuncian la venta de sánguches de milanesa y empanadas.

Empujo la puerta y no la puedo abrir. Luego leo: Tire. Buena manera de entrar: una puerta que se abre hacia afuera. Recorro el lugar con la vista, hasta dar con la indicación de que los baños están allá, en la otra punta del salón. No hay cola, por suerte. Voy apurada, entro sin frenarme y me sobresalto: inmensa, envuelta en trapos, con un pantalón de gimnasia azul de esos que ya nadie usa, la mujer está sentada junto a un banco de escuela, sobre el que descansan unos cuantos rollos de papel higiénico y una cajita de cartón con un puñado de monedas en su interior. Parecía estar esperándome: me mira fijo desde el fondo de unos ojos que se extravían en esa cara tan gorda y sin embargo tan vieja, mientras se balancea apenas. No sé cómo la miro ni qué cara pongo, pero le doy los buenos días. Ella —como Rosana— tampoco me responde. Bueno, emite una especie de gruñido apenas audible, que no cuento como respuesta. Junto a ella, pegado en el azulejo, un papel asegura: «Su colaboración es mi sueldo».

Paso a uno de los dos minúsculos cuartitos habilitados y, sin prestar atención a la mugre ni al mal olor, hago pis. Ese placer único de despojarse de los líquidos sobrantes. No tengo monedas, pienso de pronto, no sé bien por qué. Sólo me queda un billete de dos pesos. Me gusta dejar algún dinero en los baños públicos siempre que hay alguien, aunque sea algo simbólico, como una forma de agradecimiento, aunque tantas veces haya tan poco para agradecer. Pero no le voy a dejar dos pesos. Además es lo último que me queda, así que menos.

Salgo del cubículo. Me mojo las manos en el lavatorio, las sacudo para secarlas un poco, le hago una sonrisa de compromiso a la vieja y cuando ya voy cruzando la puerta, escucho su voz gredosa y desdentada a mis espaldas.

—Las ratas miserables son malvenidas en Ceibas.

Su dicción y la sorpresa me hacen dudar de si he escuchado bien. Pero después de un segundo me doy vuelta.

—¿Qué?
—Nada, buen día, chica —dice la vieja y sigue con su balanceo apenas perceptible, ahora con los ojos clavados en los rollos de papel higiénico.

Siento que se me viene la sangre a la cara y me pongo roja de indignación y de furia, se me apelotonan en la garganta todas las groserías que conozco, vieja maleducada de mierda, pero no digo nada. Ahora soy yo la que no responde. Vuelvo a girar y salgo. Después me diré que hice bien en no rebajarme, en no ponerme a su nivel. Pero me quedo con toda la bronca atragantada, me arrepiento de no haberla mandado a la mierda sin vueltas, durante varios minutos no haré otra cosa que imaginar lo que tendría que haber respondido, las palabras exactas que tendría que haberle dicho. Me quedaré, como decía un amigo, peleando con un fantasma.

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