n u e v e

La estación de servicio parece un hormiguero al que le han dado una patada: la gente va y viene de un lado a otro, como si no tuviese ningún lugar adonde ir pero tampoco se pudiera quedar quieta. Algunos, y sobre todo algunas, se mueven en su sitio, bailando al ritmo de la música del carnaval que suena a todo volumen. Rosana y yo caminamos entre ellos, un poco absortas. Mucha gente conoce incluso las letras de las canciones; primero me sorprendo pero enseguida me doy cuenta de que, claro, no es mucha ciencia: los nombres de las comparsas repetidos una y otra vez. Vamos a pasar frente a un kiosco de diarios, que es desde donde —lo descubro ahora— proviene la música. Dos tremendos parlantes vibran en el techo de la garita. Estaría bien comprar el diario, pienso, enterarme de algo. Pero al llegar junto al kiosco, la decepción. Nada de diarios. Solo revistas, solo chimentos, la nueva casa de Fulana, la fiesta de cumpleaños de Mengana en la isla de Nosequién, Esta y Aquel que luchan por salvar su matrimonio, la frase «tengo las mejores lolas del verano» encima de la foto de una mujer medio desnuda, etcétera.

Entramos en el autoservicio. Esta vez sí nos toca hacer cola para pasar al baño. Adentro no hay nadie pidiendo dinero. Por suerte. Rosana y yo hacemos lo nuestro y nos encontramos en el lavatorio; nos lavamos las manos. Frente a nosotras, un espejo amplio y un poco sucio. El reflejo de Rosana me estaba observando.

—¿Estás bien? —le pregunté.
—Sí.
—¿Seguro?
—Me duele un poco la cabeza, lo único.
—Tomate una aspirina.
—Ya tomé.

Luego cargamos agua en el termo, gracias a un dispensador con forma de termo gigante y marca de yerba. La yerba suave que no afloja porque es de Las Marías. El agua es gratis. Mejor, porque creo que si no de nuevo una de las dos habría tenido que ir a buscar plata al auto.

Cuando volvemos, el 147 es el cuarto en la fila. El que está junto al surtidor ya arranca, así que tercero. Dos tipos en cueros empujan al Peugeot que estaba segundo y ahora llega a la meta. Todos los autos llegan hasta acá a nafta o con los últimos restos de gas, boqueando como un pez fuera del agua. O empujados, como ese Peugeot, a los que ya ni restos les quedaban.

Mario no quiere ir al baño. Sigue serio y ahora parece apurado. No bien el tubo se llena de gas, vuelve a poner el auto en la ruta. Mira la hora, hace algunos cálculos mentales y pronostica:

—Mañana justo a esta hora tenemos que estar volviendo y pasando por este mismo lugar.

Me asomo desde mi asiento para tratar de ver qué hora es en el tablero del coche. Tardo mucho, porque no localizo el reloj.

—La una en punto —dice Mario, que advirtió mis vanos intentos.

¡Qué alivio dejar de escuchar la música del carnaval! Pensar que vamos a eso. Me pregunto, otra vez, ahora por un motivo nuevo, qué estoy haciendo acá. En fin. Ahora la FM que había encontrado Mario sonaba León Gieco. Al menos, ir por la ruta con música de León Gieco tiene otro color. ¿Qué color? Verde. Ir por la ruta es verde, por el pasto de alrededor y porque los carteles de la ruta son verdes. Como ese que ahora cruzamos: Gualeguaychú 7. Ya llegamos.

Una vez alguien me dijo que un viaje es como un hueco en la vida, porque mientras estamos en otra parte podemos jugar a ser otros. Tal vez somos otros. Entonces, de pronto —porque estas cosas siempre ocurren de pronto—, me doy cuenta de que tengo que dejar de preguntarme qué estoy haciendo acá y pensar qué voy a hacer acá. Mi vida y sus adyacencias se quedaron allá, en el barrio, y las retomaré a la vuelta. ¿Por qué no imaginar que todo esto es una mentira, una ficción, y que la narradora soy yo y que me puedo inventar lo que me venga en gana? Puedo inventarme a mí misma, ¿por qué no? Entonces descubro un diablillo que viene a posárseme en el hombro y me increpa: ¿quién te creés que sos? La respuesta no se la tengo que pedir a ningún angelito que aparezca del otro lado, porque además no aparece ninguno. La respuesta me nace a mí naturalmente. Ligia soy, le digo, ¿y qué?

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