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La hilera es larguísima: termina en los agotados autos que tenemos ahora frente a nosotros, repta como un lagarto bajo el sol rodeando la parte posterior de la estación de servicio y empieza allá, en los ansiados y escasos tres surtidores de gas. Después de acomodar el 147 detrás de los últimos, Mario apaga el motor. Saca la radio AM que nos aburría desde hace rato y busca algo en FM.

—Qué feas que eran esas empanadas —dice, por fin.

Es la primera referencia a las empanadas desde que salimos de Ceibas. Ahora, quizá aliviado por haber llegado a la estación de servicio —que además nos indica la cercanía de nuestros destino, Gualeguaychú—, Mario parece distenderse.

—Sí, la verdad que eran muy feas —apruebo. Y pienso que si las comimos fue solo porque teníamos mucha hambre. O porque no encontramos nada mejor que hacer.

La fila avanza metro y medio. Mario prende el motor, mueve el coche, apaga el motor. En la radio suena alguien que, si me lo preguntaran en un programa de televisión y debiera arriesgar porque se me acaba el tiempo y me pierdo el millón, diría que es Gloria Estefan.

Muy feas —enfatiza Mario, mirándome por el espejo retrovisor. Trato de percibir el menor indicio de una sonrisa, pero ni la mayor voluntad me hace ver algo como eso.

Y Rosana no dice nada. Sus silencios me incomodan. Desde que salimos de Ceibas y terminó de explicarle a Mario los detalles de su virgencita adivinadora, no volvió a abrir la boca. Salvo para pedir ayuda con sus crucigramas. Me hace sentir incómoda. ¿Le molesta que yo haya venido? ¿Tanto se arrepiente de haberme invitado? ¿Le molestó algo que pasó por el camino? Ella es rara, ya lo sé, pero no rara de esta forma, yo conozco su manera de ser rara y no es eso, está rara conmigo… ¿Habrá pasado algo de lo que no me enteré? ¿Se habrá peleado con Mario, será que él le dijo algo? Pero no, con él no parece ser la cosa… La actitud de él tampoco parece de fastidio: parece solamente que es muy seco y muy serio. No lo conozco mucho, no sé. ¿Me verá como una entrometida? ¿O será solo el gasto imprevisto de Ceibas? Sé que vienen —y yo también, claro— con la plata justa, y capaz que eso les desarticula todos los planes… ¿Puede ser por las empanadas? ¿Pueden ser celos? Celos. Eso no lo había pensado hasta ahora. Rosana a veces me desconcierta. Pensar que cuando recién la conocí llegué a sobrevalorarla tanto que la veía incapaz de sufrir por celos. Tan segura de sí misma como parecía, con las ideas tan claras y firmes… hasta esa noche en su casa en que se puso a largarme todo aquel rollo junto. Me había quedado ahí porque Mario esos días estaba volviendo muy tarde del trabajo y ella estaba convencida de que él se estaba viendo con otra mujer. Según ella, por eso llegaba tan tarde, y por eso cuando se acostaban él se quedaba dormido tan rápido, ni la tocaba. Y yo diciéndole que no fuera paranoica, que no se enloqueciera… y tiempo después comprobó, con el recibo de sueldo y no sé qué otras cosas, que habían sido, de verdad, horas extras. Después de esas largas jornadas laborales, también desapareció la indiferencia nocturna… Celos. Aquella noche me sirvió para conocerla más en serio a Rosana, desde esa noche me di cuenta de que era capaz de sentir celos, de soltar lágrimas y lamentos por creer que su hombre estaba con otra mujer. Cuando pasó más el tiempo, la fui viendo más vulnerable… ¿Podía ser algo así? ¿Qué tenía que hacer? ¿Preguntarle? No me iba a decir que sí. Y si me lo decía, no arreglábamos nada…

—¿No quieren ir al baño? —pregunta Mario. Rosana dice que sí, y yo, claro, que también. De paso, cargamos agua para el mate.

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