s e i s

Antes de que termine la frase, Rosana está parada junto a la mesa. A ella tampoco la veo llegar de ninguna parte: de pronto está parada ahí, como si esa mesa propiciara la materialización espontánea de personas. Me sobresalto. Ella me habla, una vez más, sin mirarme: ahora controla de reojo al pibe que tengo sentado enfrente.

—Quería ver si te había quedado algo de plata…
—Ella es mi amiga Rosana —le digo a él.

Él se levanta y dice encantado y dice Alejandro. Duda entre darle la mano o un beso. Rosana le quita todas las dudas con una sonrisa prefabricada y un hola flaco como un bisturí. Ahora sí me mira. Le respondo:

—Tres pesos me quedaron.
—Prestame, con dos me alcanza.

Le doy el billete en el que pensé mientras hacía pis.

—Ahora vuelvo y ya vamos —dice mientras se aleja, con un cierto tono de advertencia.
—Ya escuchaste —le digo a mi compañero de mesa—. Me tengo que ir.
—Está bien, yo en un minuto me voy también…
—¿De verdad te llamás Alejandro?
—Sí, ¿por?
—Como andás de incógnito, pensé que por ahí usabas algún nombre falso.

Sonríe. Ya no está tan pálido ni tan agitado.

—No ando de incógnito. Era nada más que no tenía que estar solo en este lugar. La verdad, bastante fea la empanada.
—Viste.
—¿Y vos cómo te llamás?
—Pregunta incorrecta —pongo voz de animadora de televisión.
—¿Por qué?
—Si solamente querías no estar solo y pasar desapercibido, ya está, ya te ayudé. ¿Para qué querés saber mi nombre?
—Vos quisiste saber el mío.
—Yo no quise saber. Vos lo dijiste sin que nadie te lo preguntara.
—Pero me preguntaste si era verdadero.
—Sólo para ver hasta dónde mentías. Pero, en todo caso, la que tiene derecho a hacer preguntas soy yo. ¿Se puede saber por qué tenías que pasar desapercibido?

Toma aire y va a empezar a decir algo, justo cuando vuelve a materializarse Rosana y me muestra lo que acaba de comprar: una virgencita de plástico cubierta por un par de trocitos de paño que hacen las veces de manto. En la base de madera barnizada se lee lo inevitable: «Recuerdo de Ceibas».

—Por el color anuncia si va a llover —dice. La sonrisa le sobresale de la cara.
—¿Y ahora qué dice? —pregunto—. ¿Va a llover?
—Está azul —dice y lee la parte de atrás—, no, es buen tiempo. Bueno, Ligi, ¿vamos?

Le digo que sí. Ella dice que va yendo y camina hacia la puerta y, embobada con su figura profética, sale. Yo envuelvo las empanadas en el papel y me paro casi de un salto.

—Un gusto —le digo al tal Alejandro.
—¿«Ligi»?
—Sí, Ligi. De Ligia. Me llamo Ligia.
—¿De verdad?
—Claro, ¿qué te pensás? —sonrío—. Yo no necesito inventar nada para pasar desapercibida.

No le digo nada más. Me doy vuelta y camino hacia la puerta. Escucho que él me da las gracias por la empanada, pero no me vuelvo a mirarlo. Quiero salir rápido, como si de pronto la situación me hubiera dado pudor. Doy un tirón a la puerta y de nuevo quedo en mi pose ridícula. Empuje. Empujo. Y salgo.

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