s i e t e

No lo puedo creer: Rosana está charlando con la vieja, que ahora pide limosna bajo la sombra de la estación de servicio, junto a los surtidores. Me acerco y me comporto todo lo asquerosa que puedo.

—Vamos, Ro.

Entonces las escucho despedirse con cordialidad y palabras cálidas. Ahora soy yo la que se aleja. Enseguida escucho los pasos de Rosana detrás de mí. Me alcanza, aferrada a su virgencita. Aunque preferiría no hacerlo, me doy vuelta y echo una última mirada a la vieja, que se distrae con la cajita de cartón en la que guarda sus monedas.

—Qué cosa —dice Rosana como para sí misma.
—¿Qué?
—Pobre mujer. Le di las monedas que me quedaban.

Evito decirle nada sobre lo que la vieja me dijo a mí.

—Hablando de dar, vi que le diste una empanada a ese con el que estabas.
—Ay, Rosana…
—¿De dónde lo sacaste?
—Se sentó solo, de repente, y dijo que por favor necesitaba quedarse para pasar desapercibido.
—¿«Pasar desapercibido»?
—Eso me dijo.
—¿Desapercibido para quién?
—No sé. Le pregunté pero…
—Ligia, te estaba haciendo el chamuyo.
—¿Chamuyo? ¿Para sacarme una empanada?
—Una empanada no: para sacarte conversación, para conocerte. Te quería levantar.

No creo que Rosana tenga razón. Si era ese su objetivo, ¿para qué inventarse una historia tan extraña? Aunque, la verdad, todo fue tan rápido: cuando me di cuenta lo tenía sentado enfrente, me dice cosas que no entiendo, me pide una empanada, enseguida me levanto y lo dejo ahí hablando solo…

—Ahora no nos lo sacamos más de encima.
—Qué decís, Ro…

Estamos llegando al taller y el auto justo sale, por fin, marcha atrás, y se acerca a nosotras salpicando la grava del camino.

—Dale, che, hace un montón que las espero —dice Mario cuando nos alcanza. Su mal humor es más evidente que el sol del mediodía.

Subimos. El 147 da unos giros para poder retomar la ruta. Cuando vuelve a pisar el asfalto, el ruido de la grava se desvanece. Miro por última vez el Parador Ceibas, el sol que rebota en sus cristales, el cartel de letras azules, la vieja envuelta en trapos que camina hacia la puerta del restorán, tira, la abre, entra.

Rosana empieza a hablar. Se pone a contarle a Mario las virtudes de su virgencita: cuando está rosada quiere decir que va a llover, morada, que va a estar pesado y nublado pero sin lluvia. Cada tanto espío la cara de Mario en el espejo retrovisor y me pregunto cuánto tardará en pedirle que pare de una vez. Sin embargo, después de explicarle todo lo referido a la virgencita, Rosana se calla.

Un rato después le pregunto a Mario si el arreglo le costó muy caro. Tarda en responderme unos segundos que se me hacen interminables.

—Me mató —dice.

No aclara el monto del crimen. Y tendrán que pasar muchos kilómetros para que vuelva a abrir la boca. Casi los mismos que para encontrar la primera estación de GNC. A Rosana nada de esto parece importarle demasiado: ya acomodó su virgencita en un costado, ya prendió otro cigarrillo, ya empezó otro crucigrama.


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