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Sr. Turista: no alquile en la vía pública, dice un letrero hecho con madera de cajones de fruta y pintado con brocha gorda.

—¿Por qué será ese cartel…? —digo.
—Es que la gente de acá te alquila la casa y se va —me explica Mario—. Me contaba un amigo, que vino con su novia y una pareja amiga de ellos, que alquilaron una casa y la gente de la casa guardó todas sus cosas de valor en un cuarto, lo cerraron con llave y se fueron, creo que a visitar a unos parientes. Y se hacen unos mangos, creo que sesenta pesos les cobraron, por irse de paseo.
—Es un riesgo —dije yo.
—Sí. Pero la gente de acá es confiada.

Tras una pausa, Mario agrega:

—Además necesitan la plata, y como al corso no van… Esta chica me contaba que el animador del corso pregunta de dónde es el público. Casi todos son de Capital o de provincia de Buenos Aires. El resto, de Santa Fe, por ahí alguno de Córdoba…
—La gente de acá está podrida del corso —sale Rosana de su mutismo.

Después de unos minutos, nos recibe un cartel mucho más formal: Bienvenidos a Gualeguaychú.

—Ligia —me habla Mario—, por qué no te bajás ahí y preguntás dónde tenemos un supermercado donde acepten Leticard.
—¿Qué, hay que comprar algo?
—Sí, nos faltaron algunas cosas. Y más vale que preguntemos.

El lugar que me señala es una casillita muy coqueta, que según los carteles funciona a la vez como agencia de remís y punto de información turística. Bajo del auto y camino hasta allí. Al entrar, me recibe una pareja detrás de un mostrador. Entre los dos deben sumar unos 130 años, aunque no podría acertar en cómo están distribuidos. Me sonríen con cara de ser el matrimonio más feliz de Gualeguaychú.

—Buen día —saludo—, una pregunta: ¿un supermercado donde acepten Leticard por acá…?
—¿Qué es eso? —pregunta el hombre.
—Una tarjeta de crédito, Quique, de Buenos Aires —le dice la mujer, y después se dirige a mí—: Yo veo la propaganda en la tele. Me parece que el único donde aceptan esas tarjetas acá es el Norte.
—Uh, pero está lejísimos —dice Quique.
—Bueno, pero es el único.
—¿Cómo se llega? —quiero saber.
—Mirá, seguís por esta calle unas veinte cuadras y vas a salir a una rotonda. Esa es la avenida La Palmera. Tenés que agarrar esa avenida y doblar a la izquierda, y por esa hacer dos o tres kilómetros más. Y salís justo en el Norte. Si no, tenés el Malambo, otro supermercado, mucho más cerca, a una cuadra de la rotonda.
—Ahí tienen buenos precios —aporta la señora.
—Pero la tarjeta esa seguro que no —dice él.

Les doy las gracias y salgo del local. Mientras camino hacia el auto, repaso la información que acaban de darme; pienso: si Mario quiere usar la tarjeta quizás sea porque se quedó sin plata, o casi. Si es así, puede que estemos en problemas.

Me recibe un silencio espeso. Creo que Rosana y Mario acaban de interrumpir un diálogo; si es así, ha sido por mi llegada. Tengo esa horrible sensación de que la realidad se enturbia, se enreda consigo misma como el adolescente que pega el estirón y no controla las medidas de su propio cuerpo. Por el momento decido no darme por aludida y hacer como si no notase nada. Les cuento mi conversación con el matrimonio feliz.

—Al Norte, entonces —dice Mario.


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