c a t o r c e

Rodeo la fábrica de los murales. Al otro lado hay una placita y, un poco más allá, unos baños públicos. A las mujeres les cobran cincuenta centavos y a los varones lo mismo solo si quieren usar un inodoro. Para ducharse, un peso. Más allá hay una feria hippie. Junto a la feria, un kiosco. Voy hasta allí y compro los cigarrillos. Los guardo, junto con el vuelto, en el bolsillo del saquito que me puse cuando decidí venir a comprar, porque a la sombra ya ha refrescado bastante. Voy a tener que sacar la campera, pienso, que me traje en el baúl del auto.

Camino hasta la feria hippie. No es que me interese, en realidad quiero hacer tiempo. Dejar que Rosana y Mario arreglen lo que tengan que arreglar, si es que tienen algo que arreglar. Darles un poco de intimidad, en todo caso. Tenemos que convivir, ¿cuántas…?, veintitantas horas más… ¿Puede ser que para escaparme de un infierno —un pequeño infierno florido— me haya metido en otro peor? Lo que quiero es estar un rato sola, respirar, dejarme llevar por el viento del río, los árboles de la otra orilla, ese aire de paz. Ya sé, no voy a ir a la feria pedorra esa: mejor me voy a caminar por la costanera, a alejarme un poco, a sentarme sola en un banco y cerrar los ojos y sentir el sol despedirse detrás de mí.

Lo hago. Me alejo tres o cuatro cuadras hacia el sur, hacia donde creo que es el sur. Ahí ya no hay más bancos en la vereda; la costanera sigue siendo muy linda, pero pierde pintoresquismo; ya estoy en la zona del puerto. Sobre el adoquinado de la vereda hay unos adornos gigantescos: anclas y eslabones de cadenas de barcos. El ancla es más alta que yo; los eslabones, tan anchos que no me alcanzarían los brazos si quisiera decir que son así de anchos. También hay un cañón, pero no es tan grande. Más lejos, un barco amarrado a la orilla. Es pequeño. Será un pesquero, imagino. Lo imagino en plena faena, sacudido por las olas, los pescadores sosteniéndose los sombreros para que no se los lleve el vendaval pero sobre todo protegiendo su carga, su valiosa carga, miles de pescados envueltos en redes a punto de perderse… Los pescadores que abundan allí, junto a los que voy pasando mientras camino hacia el barco, están mucho más tranquilos. Desde gordos de sombrero que alardean con sus cañas y sus reels profesionales hasta niños incapaces de arrojar el anzuelo más allá de un par de metros. Otros niños no tienen cañas sino barriletes. ¡Cuánto tiempo hacía que no veía una banda de pibes remontando barriletes! Flameaban sobre el río, multicolores, radiantes al sol que les regalaba a ellos sus últimos rayos.

El barco, el pesquero heroico de mis fantasías, no es más que una carraca desolada, casi los pedazos de un barco abandonados a su suerte. En la cubierta se ven muchas tablas levantadas; lo que debió ser la cabina se alza casi en ruinas, y por un hueco que debió ser la escotilla, por donde se bajaría a una especie de bodega, se ve sólo un montón de trastos, hierros cruzados, alguna caja, porquerías, nada que estimule mi imaginación ni mis repentinas ansias de salir a navegar. El nombre del barco se dibuja en letras amarillas sobre un fondo rojo, borrosas pero legibles: Amberes.

Permanezco un largo rato mirándolo. El tiempo pasa lento, como si contemplase una tumba.

Las lanchas, mientras, siguen salpicando de espuma blanca la superficie del río. En la orilla de enfrente, a la altura de donde estoy ahora, un grupo de siete u ocho chicos y chicas abarrotan un pequeño muelle: mallas, cabellos rubios, una guitarra. ¿Qué cantan? Están lejos, no escucho… ¿o soy yo la que está lejos? Los rayos del sol les incendian el pelo. Si yo estuviera con ellos y alguien me mirara desde la costanera, desde donde estoy, el sol resaltaría el colorado de mi pelo. Se me vería como un fósforo, pensé. Me doy gracia, como si me hubiera autocontado un chiste. Un fósforo.

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